"Vivir en un faro es como vivir en las entrañas de un animal".
(Menchu Gutiérrez)
Tengo 53 años. Nací en Madrid y vivo en un pueblo de Santander. Estoy casada con un farero. Soy autodidacta y he hecho cosas muy variopintas. Abogo por una mayor transparencia política, porque hay muchos impedimentos para conocer lo que realmente importa. Soy atea.
Templos de luz
No es fácil hablar con esta mujer acostumbrada al silencio, 20 años viviendo en un faro del norte de España imprimen carácter; sobre todo si ya vienes de otro faro todavía más aislado y tormentoso. Su marido es pintor y ambos decidieron convertirse en fareros, aislarse para crear. Fruto de esos años de introspección es su relato El faro por dentro (Siruela), donde desde el último día de su estancia reflexiona sobre lo sentido: "Muchas veces he tenido la secreta sensación de que el faro era un ser vivo, un animal inmovilizado por un hechizo (...) Otras veces, la torre se convertía en un templo consagrado a una realidad extraña, en la que la materia a la que se rendía culto era la luz".
Durante 20 años he vivido en el vientre de un faro en la costa norte española...
No debe de ser fácil...
No es el espacio idílico y romántico que nos llega a través de la literatura.
¿Cómo es?
Nunca llegas a habitarlo del todo. Es fundamentalmente un espacio en el que se concentra mucha energía.
¿Por qué cree eso?
A un faro es imposible no mirarlo de día o de noche, y a la vez él mismo irradia luz, así que parece que vivas en un lugar que es encrucijada de fuerzas. Es un espacio que no es inocente, y sobre todo creo que es arquetípico.
¿Arquetipo de qué?
Para los marinos es como una iglesia, un faro te orienta y te guía, y con su morse luminoso parece que marque el tiempo.
¿Ha cambiado su luz pero no su misterio?
Primero fue el fuego de leña; luego se prendieron hogueras de carbón, y los navegantes confundían su luz con la de las estrellas. Vino después la mecha con aceite. Y ahora, aunque lo que brille sea una bombilla, sientes la antigua presencia del fuego original. Y también es símbolo de turbulencias.
¿Por qué?
Es imposible no asociarlo a tempestad, lo que hace también de él, un lugar complicado en el que vivir.
¿Recuerda tempestades?
Muchas, pero al final te quedas con una tormenta que las representa a todas.
¿A qué se parece un faro?
A un ser vivo. Cada vez que subía la escalera de caracol que lleva a la torre tenía esa extraña y secreta sensación de que caminaba por el interior de un animal, cada peldaño se correspondía con una vértebra. Y en lo alto de la torre, la luz, que es como un gran ojo.
¿Un animal amigo?
Un animal extraño. Vivir dentro de un faro produce extrañeza.
¿Veinte años de extrañeza?
Sí, siempre hay una nota extraña, en el interior de la casa se percibe el lucernario, en la noche ves como los haces barren el paisaje y tu ventana. A veces te sientes huésped, el faro te expulsa, y otras que formas parte de él.
¿Pesa allí más la soledad?
Sí, el silencio, el aislamiento, aunque tengas teléfono y ADSL, y de repente el ruido inmenso del temporal. El faro favorece la introspección, la imaginación, y exacerba la sensibilidad. Se viven cosas muy bellas, hay días que la tormenta es un regalo, pero en los días que no estás sereno quieres huir.
¿Ha pasado miedo?
Miedo físico no, pero sí miedo interior. El silencio extremo y el ruido extremo de la tempestad llevan a vivencias extremas, ponen un poco en riesgo tu integridad.
A más de un farero se lo ha tragado el mar.
Hay una historia real de un ingeniero británico del siglo XIX que me impactó. Construyó un faro de roca, una linterna en medio del océano. Un temporal se llevó al faro y al farero. El ingeniero, muy disgustado, volvió a levantar otro faro, todavía más robusto.
¿Se lo llevó el mar de nuevo?
Sí. Cuando lo construyó por tercera vez decidió irse él a vivir al faro con su mujer y sus hijas. El mar volvió a arrasar con todo.
¿Qué anda usted buscando?
Yo quiero experimentar la escritura, y para la introspección los sentidos son muy importantes. Toda la información que recibimos es a través de ellos, y si hay algo que une a mis libros es la relación con ellos.
Ha escrito usted sobre el deseo.
Sobre una mujer que realiza el acto sexual con la nieve, con la niebla, con la lluvia y con la luz del sol. Son otros planos de la realidad, ahí donde se mueve la literatura, entre la muerte, el sueño, la vigilia y esa cosa extraña que es la imaginación.
¿Cómo hacer el amor con la niebla?
Requiere un abandono en distintos niveles de la realidad, necesitas que desaparezca el yo que te constriñe.
También ha escrito sobre san Juan de la Cruz, ¿qué le ha enseñado?
Es la lectura que más me ha comunicado esa desaparición del yo. La mística es un viaje sin palabras.
¿Un viaje hacia dónde?
Hacia la raíz de las raíces.
... Y sobre el universo de la boca.
Sí: dientes, lengua, paladar, saliva y lo que se hace con la boca: la palabra, el beso, el sabor..., eran los protagonistas.
¿Le cambió adentrarse en ese mundo?
A la boca nos lo llevamos todo, “se lo bebía con los ojos”, “ese niño es tan hermoso que me lo comería”. Parece que sólo haciendo digestión de las cosas las incorporamos verdaderamente.
¿Qué ha aprendido de la vida?
La tolerancia. Creo que seguimos siendo muy misteriosos los unos para los otros, tenemos muchos pliegues, y la sinceridad es muy complicada para todos, incluso cuando creemos ser sinceros no lo somos.
Autora de libros inquietantes, ¿qué le inquieta?
¡Hay tantas realidades invisibles! Conocemos sólo el cinco por ciento del universo, el resto es totalmente desconocido, y algo parecido ocurre aquí y ahora, en la vida cotidiana, hay tantas cosas que no comprendemos y que ni siquiera vemos.
Entrevista publicada en La Vanguardia (14 de febrero de 2011)
Fotografía: Marc Arias
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